La mujer de unos cuarenta y tantos años, viste con ropas oscuras desde hace ya muchos días. Sus cabellos, se pegotean alrededor del rostro de piedra de cuyos ojos centellean manchones inertes. Tiembla. Lleva ya varios días sin Internet, ni teléfono. Sabe que ni los gritos de auxilio ni las lágrimas fugitivas de la madrugada de nada le servirán. Después de la pandemia de un virus mortal solo ella ha quedado en el mundo. Sin embargo alguien llama a su puerta... Un escuálido gemido brota de su garganta cuando la abre. Una gigantesca y negra cucaracha se inclina ante ella, como salida de un macabro dibujo.
―Permiso, ¿puedo entrar?
―No, ¡Por Dios que asco! ―¿Qué esperabas, el príncipe consorte?
La cucaracha, que ha ganado el comedor y parece sentirse realmente a sus anchas, se apoltrona en un sillón que se encuentra frente al televisor y se dispone a devorar algunos restos de comida.
― ¡Basura! eso es lo que comes ¡basura!
― Lo mismo que comerás tú dentro de poco.
Ella no duda un instante. Toma la escopeta de caza de arriba de la chimenea y apunta con firmeza, para liquidar al asqueroso bicho...
― ¡Cucaracha y basta!
― ¡Cucaracho!, me llamo Joseph.
La mujer baja el arma mortal. No se había dado cuenta que el bicho traía ojos de gente.
―Y además, puedo serte útil.
―Útil, suena ridículo en estas circunstancias y viniendo de quién viene.
―Por más que te esfuerces en negarlo tendrás que convenir conmigo, que nos necesitamos y mírate un poco... luces mal, ¿Eh? ¡Realmente desastrosa!
― No necesito tu crítica destructiva ¿eh? Dadas las circunstancias ¿cómo quieres que luzca?
― Ni aún así deberías descuidar tu belleza.
―¿Para qué? ¿Para quién? Las poblaciones del mundo se han consumido y ya no queda nadie.
―Hija cómprate unas gafas. El mundo siempre tiene dos caras ¿comprendes?
― ¡No! ¿Qué tengo que comprender?
―Se ha dado vuelta niña y giramos en sentido contrario, ves tus pies deberían de estar exactamente donde está tu cabeza Fíjate el planeta se ha salido de su eje. La fuerza centrífuga del egoísmo, la codicia y la soberbia nos ha arrastrado hacia la zona de los temores. La otra cara, la de la esperanza, ha quedado del otro lado.
Tampoco había notado la mujer que aquél bicho tenía voz aristotélica.
―¿Por qué he de creerte?
― ¿Conoces a alguien más que pueda decirte otra cosa?
― ¡No eres más que un mísero insecto!
―Eh ¿Que dices? No creas que estoy exento de derechos. Después de todo, nuestra especie ha probado su total resistencia ante las inclemencias climáticas y a las guerras por los siglos de los siglos ¡No te fastidia! En cambio el hombre tiene puestos sus gozos en juegos tenebrosos que lo destruyen todo―contestó picado Joseph.
―¡Ah! lo dices bicho asqueroso, porque sabes que todo lo que he tenido, jamás lo volveré a tener.
―Bah... ¿Y que tuviste? y ¿qué volverás a tener? No debería importarte considerando que ése es un pensamiento muy a lo humanoide. Además vivimos en el presente, no figura en ningún haber ni el pasado ni el futuro, es ahora, en este mismo instante que es toda una vida ¡ahora! Basta de charla, vete a maquillar un poco que daremos un paseo.
La cucaracha se pone de pié y da unos pasos. La mujer nota que su caminar se ha hecho más platónico.
«Qué puedo perder»―piensa la mujer y se muda de ropa, lava su cara, cepilla el engrudado cabello y pone sobre sus labios carmín algo rojizo. Cuando está lista, Joseph la sube sobre su lomo y la lleva a recorrer el mundo. Pero como está al revés tienen que trepar por paredes de piedra, puertas cerradas y muros macizos. Sobre el horizonte emerge el otro mundo. Detrás de su línea, brotan pinceladas de verdes muy verdes, cada vez más cercanos. A lo lejos, un gentío se balancea, sobre el lomo de otras cucarachas.
©
CIELO AZUL
Un hombre no hallaba las llaves del cielo. Buscó y buscó, pero solo encontró en su camino calles asediadas de sombríos atardeceres. Desalentado, lloró su impotencia. El árbol que lo miraba desde lo alto, rompió el silencio y le dijo:
―Tu pequeña existencia carece de fe.
―Hablas así porque es fácil divisar todo desde arriba, Desearía ser árbol para encontrar lo que busco.
―Puesto que tu deseo es fuerte ―dijo el árbol―haremos el cambio. Pero debo advertirte que sólo será por un día, teniendo en cuenta que cada momento de la vida es precioso. Y así el hombre pasó a ser árbol y el árbol hombre. A punto de extinguirse el plazo, el hombre que había sido árbol dijo:
―Tu tiempo se termina y aún no has encontrado lo que tanto buscas.
― ¿Cómo podría? Ha llovido toda la noche y he sentido en mi tronco el dolor de su fijeza.
― ¿Has visto el río?
―No he visto el río.
―Veo que tu horizonte se ha empequeñecido.
―Has contribuido a que así sea. Mis ojos buscan llaves que abren puertas y sólo encuentro a la naturaleza enrejada por la avaricia...
―Entonces ni te has fijado en el río...
―Ya te he dicho que no lo he visto.
―Te lo pierdes. Desde ese punto puedes ―si quieres―ver como el río ha carcomido las rejas dejando al descubierto orillas florecientes.
―No pretenderás ahora que busque las llaves dentro de sus fingidas aguas.
―¡Aaah! el río... -exclamó el hombre árbol.
―Sólo he visto al hombre enflaquecido de esperanzas, transitar por donde la arbitrariedad de los edificios se pierde dentro de caminos invisibles―contestó enojado el árbol hombre.
―Si hubieras visto el río-―se burló el hombre árbol―sabrías, que el agua refleja un cielo aún más azul, desprovisto de cerrojos.
®